El chico que podía volar

Volaba...

Estaba volando...

Sentía el aire acariciando su piel. Su pelo, largo para ser de un niño, se movía revoltosamente y le golpeaba en la cara cuando se desplazaba hacia un lado. Dejaba sus brazos lacios y estos se movían espasmódicamente por la fuerza del viento. Entrecerraba los ojos a causa del aire, pero intentaba mantenerlos siempre abiertos para ver por dónde iba. A veces abría la boca para sentir el golpe fresco del viento, después tenía que cerrarla y tragar saliva porque se le secaba, pero al cabo de un rato volvía a abrirla. No sabía si estaba llorando de felicidad o por la molestia del aire en sus ojos, pero una cosa era segura, se estaba riendo.

Era una carcajada profunda, de estas que no puedes contener y que al cabo de unos minutos te empieza a doler el pecho. Era una carcajada silenciosa, ya que el viento a toda velocidad se llevaba el sonido y lo amortiguaba. Nadie que hubiera pasado por allí lo hubiera escuchado, no solo porque estaba a varios cientos de metros sobre el suelo también porque iba a una velocidad considerable. Pero él sí lo escuchaba. No solo escuchaba esa carcajada, la sentía.

Estaba sobrevolando su pueblo natal, no quería separarse mucho de él por si le daba por volver, pero con esa libertad ¿quién querría volver? Miraba desde el cielo al pueblo que lo había visto crecer. Desde allí las personas parecían hormigas y él un gigante, un dios. Veía los montes sin árboles y secos por los que una vez había caminado, desde las alturas el destrozo de la naturaleza era más perceptible.

Todos los problemas los había dejado atrás. Todos los males. Todas las penas. Ahora era libre. Los pájaros serían sus nuevos amigos. Las nubes su cama. El cielo su casa. El sol su padre... y la luna su madre.

Se sentía libre, por fin. Ya no tendría que volver a caminar por entre esas personas estúpidas, entre esos adultos engreídos e hipócritas, entre esos niños con aspiraciones a matones, entre todas esas personas que no le entendían, que no le comprendían, que no le querían.

Cuando ya había parado de reír pensó "¿Adónde voy ahora?". Miró a su alrededor y pensó en mil lugares a los que siempre había querido ir: Roma, los Pirineos, Barcelona, Londres, París, Nueva York, Japón, el Himalaya, el Amazonas, los Alpes... había muchos lugares, demasiados. ¿A cuál ir primero?

Entonces alzó la vista hacia arriba y vio el sol encima suya. El sol le golpeaba más fuerte a él que a todos los demás. Le obligaba a cerrar los ojos ya que no permitía a nadie mirarlo directamente, nadie debía mirarlo como un igual. "Yo sí" pensó el chico y alzó el vuelo hacia él. Voló y voló y voló... y la piel empezó a calentarse más y más, pero a la vez sentía un frío que se le introducía en los huesos. Empezó a sentir un calor asfixiante y la piel se le fue volviendo roja. Por todo su cuerpo comenzaron a salirle pequeñas llamas que le producían un ligero picor. No les hizo caso y continuó ascendiendo. Poco a poco las llamitas se convirtieron en gigantescos fuegos y el cuerpo entero se envolvió en una llama única. Pero él seguía ascendiendo sin hacerle caso al dolor. "Tengo que llegar" se decía "Tengo que llegar". Ascendió y ascendió hasta que el dolor fue demasiado. Se paró en seco y entonces... cayó.

Lo siguiente que hizo el chico fue despertarse.




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